Las montañas mueven mi fe

El alpinista va ascendiendo lentamente entre la niebla y el frio. De pronto, siente que cae en un hoyo muy profundo pero consigue aferrarse a una rama salvadora. No puede saber dónde está debido a la niebla que invade todo a su alrededor. Sabiendo que morirá si no logra regresar pronto a un lugar seguro, grita lo más fuerte que puede “¿Hay alguien que me pueda ayudar?”. Casi instantáneamente una voz que viene del cielo le dice “Soy Dios y vengo a ayudarte”. Lleno de esperanza, suplica “Dios, ¡sálvame por favor!”. Nuevamente la voz celestial se escucha “Hijito, suéltate de la rama y yo te salvaré”. Se hizo un tenso momento de silencio y el alpinista volvió a gritar “¿Hay alguien más allá arriba?”

Quizá te ha pasado como al alpinista. Algún evento en el que tu fe en un Ser Superior fue probada al límite. La mayoría de las personas, al menos en algún momento de su vida, han tenido la necesidad de creer en una realidad que las trasciende. Para algunos es Dios, para otros el Tao, para algunos más el Atman o el Brahma, para otros más es la Mente Universal, en fin, hay muchas maneras de nombrarla. Lo cierto es que acudimos a este Ser Trascendente para pedirle ayuda en nuestras circunstancias difíciles, para tratar de encontrarle sentido a nuestra vida o para aliviar nuestra angustia por no saber qué sigue después de la muerte, entre muchas otras cosas.

Cuando recurrimos a esta Realidad Trascendente (que para efectos de este artículo llamaré Dios), para pedirle que nos ayude a que tal o cual circunstancia suceda conforme nosotros queremos –por favor Diosito, que regrese con bien; ¡Ay Señor!, que deje de temblar; Dios mío, que por fin gane el Puebla; Diosito, mándame un buen hombre para casarme y que sea rico, atento y detallista, etc., etc.- lo que creemos realmente es que Dios va a intervenir para que las cosas se den como lo deseamos.

Provengo de una familia católica y creemos que, si pedimos con fe a Dios, las cosas se darán. Recuerdo cuando mi sobrina, una niña de escasos 6 años, estaba muy enferma de cáncer. Todos los que la amábamos pedíamos a Dios con la mayor fe de la que éramos capaces, que se salvara, que pudiera vivir. Sin embargo, a pesar de todos los ruegos, murió a los pocos meses. ¿No habíamos pedido con suficiente fe? ¿Dios no nos había escuchado? Éstas y otras preguntas cruzaban por mi mente y torpedeaban la línea de flotación de una fe que yo creía a prueba de balas, pero que hacía agua en esos momentos.

Me maravilló leer en una biografía de Einstein que, aun cuando para la mayoría de las personas los milagros eran pruebas de la existencia de Dios, para él, la ausencia de milagros, la armonía de todo lo que existe, revelaba la existencia de Dios.

Después de varios años de pedirle airadamente a Dios explicaciones de lo sucedido, pude llegar a una conclusión que me generó paz. Más allá de pedir que las cosas sucedan como yo deseo, cosa que sigo haciendo, descubrí que lo más importante es pedir luz para poder entender lo que nos pasa y vivirlo intensamente, con la confianza de que todo aquello que sucede en nuestra vida es para nuestro bien, para crecer y ser cada día más libres y más plenos. La súplica viene acompañada de un agradecimiento anticipado de que todo lo que pasará será lo mejor.

Ya no aspiro tanto a que mi fe mueva montañas, sino que las montañas y los acontecimientos de mi vida muevan mi fe.