El íntimo placer de siempre tener la razón

Dos hombres discuten en una cantina. “¡Caramba!, Que Cristo murió el jueves”, gritaba el primero. “¡Que murió el viernes!”, vociferaba el segundo. Pasan un buen rato discutiendo, que si murió en jueves, que si en viernes. Entonces uno de ellos llama a gritos al cantinero. “Dile a este necio quién tiene la razón. ¿Cristo murió el jueves o el viernes?”. Temeroso de las represalias, el cantinero comenta titubeante: “Pues la verdad no me acuerdo bien si murió el jueves o el viernes, pero el martes ya estaba malito.”

 

Seguramente puedes recordar más de una ocasión en la que te enfrascaste en una discusión en la que has defendido con todas tus fuerzas tu punto de vista, quizá, aun cuando te hubieras dado cuenta de que no tenías la razón.

¿Por qué es tan importante para la inmensa mayoría de las personas el tener la razón?

Algunas personas en coaching me refieren que tener la razón es algo fundamental en sus vidas, algo que les da poder y les mantiene en control de las situaciones, algo que las deja más tranquilas. Aunque nunca lo había visto así, mi vida da cuenta de algo muy similar. He gastado enormes cantidades de energía y tiempo defendiendo mis argumentos hasta “ganar la discusión”. Cuando pienso qué me lleva a pelear –en algunos casos, de manera literal- con tal de “demostrar que tengo la razón”, concluyo que cuando pierdo una discusión, es como si perdiera una parte de mí mismo. Aceptar que el otro tiene la razón es equivalente a decir que fallé, que no soy suficientemente bueno en lo que pienso y/o creo, o que no tengo la inteligencia o la habilidad para demostrarlo. En otras palabras, que soy un loser. En nuestra cultura contemporánea, implacablemente cruel con el que se equivoca, con el que pierde, ¿quién quiere a un perdedor? Nadie.

Cuando tengo la razón, siento poder sobre la otra persona (lo he vencido), me siento en control de la situación, y todo esto me lleva a sentir una gran seguridad. Es decir, el verdadero motor es la seguridad. Pero esa seguridad es precaria y frágil. No viene como resultado de la libertad de ser tú mismo sino de la exaltación de tu ego y tu vanidad, burbujas de jabón que cualquier cosa las hace desaparecer.

Si pensamos objetivamente en lo que debería ser una discusión, veríamos diferentes opiniones y creencias en un proceso de contraste, de modificación o complementación. Después de este proceso, tendríamos alguno de estos resultados: el surgimiento de una nueva opción enriquecida, o que cada uno conservara su opinión de manera más convencida, o alguno decidiría adoptar la opinión o creencia del otro después de haber visto su fundamento.

Aun cuando no es fácil poder ver así una discusión, y mucho menos después de saber lo que hay detrás de ella, creo muy valioso el poder “tomar distancia de nuestras opiniones” al momento de discutir. Como si tuviéramos la capacidad de salir de nuestro cuerpo para ver nuestras opiniones frente a nosotros como algo distinto a nosotros mismos. No para renunciar de entrada a ellas, sino para tener claro que mis ideas y opiniones forman parte de mí pero no son yo mismo. Adicionalmente, pensar que la fuente de nuestra seguridad no está en esas victorias pírricas –aquellas que ganas pero pierdes tanto que son casi como derrotas-, sino en nuestra capacidad de aprender y crecer, y ayudar a que los demás lo hagan.

La próxima vez que vayas a discutir, pregúntate qué hay en juego mientras defiendes tus argumentos. Posiblemente descubras que el íntimo placer de siempre tener la razón es menos intenso que el vivificador placer de ser libre.